viernes, 9 de diciembre de 2011

Reciprocidad


- A ver. Me lo explicas otra vez, compadre, porque no me entiendo. Hay un niño ahí abajo.
- Sí, señor Alcalde. Tendrá diez o doce años el mozo.
- Y no quiere salir.
Remigio, como ya caían las y pico del mediodía y preveía que la cosa podía ir para largo, se refrescó la calva con la jarra de agua antes de seguir dando parte al caudillo.
- Mire; esta mañana temprano el Abelardo el Calabazas, camino del huerto de él, escuchó como algo así vivo en el pozo seco este. Se asomó y vio al zagal.
- ¿Y quién es, Remigio?
- Pues mire que le diga a usía, no lo sé. El Abelardo le preguntaba pero no le respondía a eso. Hizo venir a su mujer, la Clotilde la Manca, que como sabe usía se conoce a todo el pueblo hasta por las uñas de los pies…
- Al grano, Remigio. Cagondiez.
Remigio, servil y temeroso de Dios, del Rey y del Alcalde, apretó su gorra con ambas manos y la retorció como si fuera el cuello de un pavo en Nochebuena.
- Que por la voz no lo conocía, sire. Que no era del pueblo, vaya.
- Vale. Y luego qué.
- Pues el Abelardo llamó a Manolo el Alambres, que tiene buenas cuerdas de cuando ata a las reses. El que vive en…
- Remigio.
- Que vino y le echaron una cuerda al mozo. Y se quedaron ahí esperando un rato, y le dijeron que si no querría una ayudica para subir. Una manita.
- ¿Y?
- Que dijo que no, que no quería subir. Le replicó la Clotilde “pero va, buen mozo, que te vamos a salvar”.
Volvió Remigio a hidratarse las consecuencias de la alopecia. El Alcalde se asomó al pozo seco y negro.
- Esto parece la boca de mi perro, Remigio. Del dogo. No se ve nada.
- No, vuecencia. Esto es ceguera por zonas, oiga. No hay fondo. Por eso no quería bajar el Abelardo.
- Total. Que no quiere subir. ¿Y por qué, qué le pasa?
Remigio echó un poco de agua en la gorra y se la llevó a la cabeza. Echó otro vistazo al interior del pozo y se encogió de hombros, tentado de escupir dentro, que cuando era chaval recordaba medir bien los balates y los barrancos sin mirarlos, escuchando solo la saliva contra la piedra.
- Pues dice que en todo caso tendríamos que bajar… que él tiene que salvarnos a nosotros.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Soll seife werden

Ninguno de nosotros creyó que fuera cierto, no al menos de la forma en la que nos lo dijo aquel viejo maestro: El jabón se hace con grasa animal, con grasa de cerdo. Aquello nos pareció un disparate, pues era un contrasentido que la mugre se quitara con grasa; pero se lo dejamos pasar, inocentes -entonces- de que los humanos lo usáramos todo en provecho propio. Esto fue hace muchos años, cuando apenas éramos unos críos.

-Herr Kapitän, ya están preparados los elementos en el baño- me anunció a boca de jarro el Cabo Weigel, asustándome y alejando mis recuerdos. Así que, con gesto enérgico, dejé sobre el escritorio la lista de la nueva carga que había traído el tren y fui a lavarme las manos.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Generalfeldmarschall

Erwin, de puertas para adentro, no era la bestia inhumana que podía parecer. Cuando le comunicaron su ascenso a mariscal de campo, tan sólo esbozó una leve sonrisa, pues para él lo importante no eran los galones sino dar a conocer al mundo la superioridad del imperio ario. Su madre le enseñó que la suciedad se limpiaba con jabón. Durante las batallas de limpieza racial siempre percibía el sabor alcalino del hidróxido de sodio del jabón de tocador con el que su madre le frotaba la lengua cuando decía palabras impropias de su estirpe. Siempre era mejor lamer la perfumada y grasa pastilla que recibir los latigazos secos de su progenitor, que armado con su cinturón de cuero y la hebilla de plata con el águila federal, le partió literalmente las costillas en dos ocasiones. Tal vez por eso siempre hablaba de imperializar y de grabar a fuego el emblema del Sacro Imperio Romano Germánico, para que todos lo recordaran más allá de este mundo. Y es que también sabía que el dolor tiene propiedades increíblemente buenas sobre la memoria. Cuando cerraba la puerta tras de sí, se quitaba las botas, colgaba el uniforme y se dirigía en ropa interior al comedor, en el que le esperaba una cena siempre exquisita sobre la mesa. Nunca, nunca, se lavaba las manos antes de cenar; él ya estaba lo suficientemente limpio.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Mann der Seife

Sorprendió mucho a propios y a extraños que, cercana a los cuarenta y largos, la señora Listz anunciara con toda la pompa y la relevancia necesaria e imprescindible su casamiento. Primero, porque Emma Listz no fue bonita ni mientras aprendía a caminar y, segundo, y no menos importante, porque el esposo era un hombre de jabón.

Aunque aquello la convirtiera durante meses en el centro de toda la comidilla local, Listz siempre llevó la cabeza muy alta y no tenía ningún reparo en elogiar las cualidades de su nuevo marido, para ella inherentemente superiores a las taras de muchos otros hombres. Por ejemplo, cuando, una vez durante un té a media mañana, le comentaron lo inexpresivo de su hombre, respondió que no tenía que preocuparse para nada del siempre desagradable asunto de la higiene masculina, o de la falta de ella. No quedó otra opción a sus amigas que aceptar lo obvio. Algunas, por lo bajo, la envidiaron.

Y aunque no tardaran en tildarla, con malicia sin duda, de pobre loca solterona, la señora Listz vivió feliz mientras pudo con su obediente y seco marido de jabón, aunque entre dientes siempre protestaba de su escasa iniciativa y de lo complicado de las noches, en los que el tacto (aunque Listz presumiera siempre de las suaves caricias de su hombre) se terminaba volviendo demasiado pegajoso, cuando ella simplemente lo habría deseado cercano. Resolvió que ambos debían dormir en camas diferentes. A fin de cuentas, cuadraba bien con la mentalidad de la época; al menos esto fue aplaudido por los moralistas provincianos y los párrocos, pero al parecer fue la causa principal del divorcio y de la ruptura total varios años después. Aún a su edad, la señora Listz necesitaba todavía algo de los hombres, algo que su estoica pareja no podía otorgarle de ninguna forma convencional, aunque sí de otras tantas bastantes higiénicas.

Los que siguen visitando a Emma Listz comentan que ya no queda ni rastro de aquel hombre de jabón y de que ella prefiere no hablar de él, pero que permanentemente reina y gobierna un olor magnífico por toda la casa.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Maruja no puede correr

Empaquetada en un vestido gris plomo, la señora Maruja pasó raudamente por delante de los cuatro jóvenes. Al verlos, muy pronto notó que andaban en algo raro, por eso aceleró el paso. Preocupada por su seguridad de señora viuda y sola, dio vuelta la cabeza y alcanzó a ver que uno de ellos se guardaba algo en el bolsillo. Pudo ver la acción, pero no el objeto que ocultaba. Se convirtió, como es obvio en una señora viuda y sola, en algo prioritario por urgente, digno de las progresivas agitaciones de su pecho. Los cuatro reían, reían mucho, y la señora Maruja dudaba mucho que fuera por un mero hecho deportivo o cualquier escarceo con jovencitas. Ella aún no había girado la esquina y esos jovencitos, con las manos en los bolsillos y las siniestras risillas en la boca, caminaban más deprisa que ella. Maldijo su edad cuando sintió las respiraciones de aquellos jóvenes en su nuca; pensar que de joven había sido atleta y que ahora no podía ni siquiera hacer el amago de correr, le obligó a detenerse. Se giró lentamente esperando que la cadera claveteada aguantara la torsión y les miró fijamente. Las risas cesaron de forma tajante cuando el percutor restalló. Al primero le disparó tan de cerca en la cabeza que una nubecilla roja cubrió todo con su smog. El olor de después fue una mezcla entre basura y hierro. Resultado, todos muertos. Velocidad ya no tendría, pero puntería...

lunes, 24 de octubre de 2011

Interiorizando heridas

La impenetrabilidad de tu mirada es ese muro de hormigón con el que me choco cada día. Los múltiples intentos por acceder a tus más exquisitos rincones, y los infinitos fracasos al tratar de hacerlo, me han convertido en un ser carente de sensibilidad. Por eso cada vez subo más alto, buscando el vértigo que añoro. El piso cincuenta y cuatro es un buen sitio para mirar hacia abajo; la acera carece de poros a esta distancia, pero ni la sensación de un abismo a mis pies logra alterar mi estúpido estado. Y llueve. Hace meses que las únicas gotas que atrapo en mi boca tienen sabor salado. Por desgracia, las medidas de seguridad del edificio evitan la apertura de ventanas, y tan solo puedo imaginar el sabor rancio de la contaminación en mi paladar. Trago saliva mientras golpeo con fuerza ese maldito cristal que me impide demostrar que aún siento algo. Amparado por la soledad y con alevosía estrello la silla de tu escritorio contra el ventanal, pero no cede, ni siquiera consigo hacer una muesca en el vidrio laminado. Agotado, depongo esta violenta actitud y cedo ante la cordura que trata de sostenerme en sus ajadas manos. Pero al darme la vuelta estás tú, con esa mirada impertérrita e inquisitiva, y puedo presentir tras tus zancadas la proximidad del brutal impacto. De forma súbita reacciono y veo el cristal quebrado frente a mí y tu cuerpo sobre el salpicadero atravesando con delicadeza la ensangrentada luna. Fuera sólo chatarra y un humo envenenado que cuando se disipa me permite ver tus ojos. Abiertos, están abiertos, y por primera y última vez puedo ver ese muro derribado que tanto busqué. Y vuelvo a sentir; de momento sólo dolor, pero como en toda cicatrización, el dolor es necesario.

domingo, 16 de octubre de 2011

Catarsis

Subió al estrado con casi hora y media hora de retraso, pero nadie se movió de su asiento en ese tiempo. Ninguno de los asistentes quería perderse la esperada conferencia sobre el secreto de la felicidad y el equilibrio interior, panaceas absolutas para los tumores del nuevo siglo.

El erudito ponente comprobó que el micrófono funcionaba carraspeando varias veces, y haciendo toc toc toc. Cada golpe hacía encoger algo en el pecho de muchos oyentes. Pura emoción a un paso de volverse incontrolable. Jolgorio tántrico. La catarsis.

Finalmente, habló.

“¡Ríase su propio chiste! ¡Fundamental!”.

Y se fue.

sábado, 8 de octubre de 2011

Ay, Inés

Cuando Inés le preguntó si la amaba, él le respondió que claro que sí. Entonces ella quiso saber por qué la amaba. Él tragó en seco y cuando iba a abrir la boca para decirle algo, Inés lo detuvo, advirtiéndole que -por favor- no le respondiese que era porque ella era hermosa u otras banalidades por el estilo. Como él se quedó en silencio, Inés decidió dejarlo.

Muy pronto conoció a otro hombre que no tuvo ninguna dificultad en recitarle sesenta mil razones de por qué la amaba, sin embargo, para tristeza de Inés, éste ni siquiera la consideraba interesante.

viernes, 30 de septiembre de 2011

Pesadillas (II)

Londres, 31 de diciembre de 2002, 23.20 hs. Caí borracho antes de la medianoche y me perdí los fuegos artificiales en el London Eye. Me desperté cuando el sol ya se levantaba por detrás de la bruma gris del Támesis, entonces me apuré a querer saber mi identidad. Es que siempre tengo dificultad en saber quién soy cuando me despierto de una pesadilla, pues dentro de mí existen varias personas reclamándome su realidad, así que bien podía ser cualquiera de ellas. Miré alrededor en busca de mí mismo, a la espera de un recuerdo, de un reconocimiento, de una mínima señal que me diera seguridad, pero nada sucedió. Corrí hasta un café para mirarme en un espejo y nada sentí, apenas vi una imagen sin ningún significado en especial. Así que volví al malecón y me acosté en un banco, enseguida me dormí. Soñé -entonces- que era yo mismo, otra vez, pero ahora tenía canas en mi cabello. Estambul, 30 de setiembre de 2012, 11.30 hs.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Pesadillas (I)

Lamia Paz comía pesadillas ajenas. Solo pesadillas, porque, según ella, le gustaba mucho lo amargo.

Ni siquiera le echaba azúcar al café. Y según comentaba se dejaba caer con bastante frecuencia por funerales en los que no conocía a nadie.

En sus ratos libres veía por televisión debates parlamentarios.

A veces me despertaba en mitad de la noche y la veía observándome fijamente, casi sin pestañear, con sus enormes y apagados ojos verdes. Ella no dormía nunca cuando compartíamos cama. Supongo que, si lo hacía, era sola, recluida, y durante el día, cuando apenas la veía o, más bien, apenas se dejaba ver.

Pero durante la noche era como un foco sobre mí. Yo siempre tuve el sueño intranquilo y agitado, por lo que dormía mucho mejor cuando Lamia estaba a mi lado, pero también me despertaba notándome más vacío, como si me faltara algo que me hubieran arrancado lenta y laboriosamente durante horas.

Al principio pensaba que estaba demasiado limpio, con la cabeza muy pura y las ideas más frescas y ligeras, pero después la sensación terminó resultándome algo más que desagradable.

Incluso los malos sueños tenían un importante valor, que ella estaba devorando por instinto, necesidad o placer. Nunca llegué a saberlo bien.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Consuelo

Para parecer más delgado, comenzó a andar en compañía de gordos. Y se sintió realizado. Entonces, para parecer más inteligente, comenzó a ir a todos lados rodeado de idiotas. Y se sintió realizado. Pero no todo estaba tan bien como suponía, ya que los gordos lo consideraban un idiota y los idiotas lo veían gordo. Él nunca se enteró.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Ave Fénix

El propietario del blog se dio cuenta de que estaba perdiendo la inspiración cuando se decidió a publicar una entrada antigua. Para intentar disimularla, le colocó un adjetivo aquí, le quitó un verbo allá y todos sus seguidores le festejaron el texto sin mayores quejas. Envalentonado, siguió entonces posteando entradas viejas y nadie se dio cuenta de nada, así que el blog dio varias vueltas sobre sí mismo, cual Ave Fénix infinitas veces renacida. Para el bloguero fue un santo remedio: nunca más tuvo que preocuparse por la actualización de su blog. Y sus lectores siguen sin darse cuenta, hoy le llueven los comentarios aduladores y el número de seguidores no para de crecer.

martes, 6 de septiembre de 2011

Lejía

No gotea y apenas deja mancha. Con esta particular enseñanza los oráculos de la higiene nos prometen una vida mejor. Ventajas del producto revolucionario. Visión de mercado. Veda abierta al conformismo. Un subconjunto de mercado se abre paso con las nuevas pautas de una sociedad sin olfato. Nadie, jamás, va a oler el producto que se utiliza para limpiar sus restos.

Ssssnif. Es genial.

Huele a victoria. Victoria sobre las manchas. En el futuro ya lo saben y nos lo traen. Nos traen LEJÍA. Porque la necesitamos. Filantropía intertemporal.

La publicidad. Esa puerta al espacio-tiempo más salvaje. Los cowboys de la sugestión acechan. Usen mi producto. Pero úsenlo. Revuélquense en lejía de tiempos futuros y seguramente mejores, a menos que a Irán le dé por armar la Bomba. Tal vez podamos oxidarla. Con lejía.

Porvenir desalentador. Pero siempre podemos lavarlo. No gotea y apenas deja mancha.

Esa chica que viene del futuro nos trae la solución. El cáncer puede esperar.

Limpien.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Mostaza

La asfixia agónica no se desea a los amigos. Al menos, no a todos los amigos. Pere quiere morir. Así dicho no suena tan mal, yo también quiero; no estoy preparado para el lento proceso de la descomposición, también agónica, por cierto, si te pillara despierto. Él no quiere morir sin más, de viejo o de un disparo en el occipital, no; está obsesionado con el sufrimiento, por eso le hablé de la mostaza sulfurada. Sus agentes vesicantes consiguen, al contacto con la piel, desde simples irritaciones hasta graves laceraciones, ulceraciones e incluso la destrucción total de los tejidos. En forma de gas, le dije, porque aunque en forma de líquido también se encuentra no es lo mismo. Qué contento se puso cuando le dije que al respirarlo, dichas sustancias irían impregnando su tráquea y sus pulmones y que sufriría de verdad mientras agonizaba antes del ansiado colapso final.

Le convenció mi idea. Tras inmovilizarlo en su sillón, aislé a base de silicona todas las ventanas, hasta que convertí aquella sala en una auténtica cámara de gas del Tercer Reich. Cerré las persianas y le dejé a oscuras. Me dio las gracias. Pere no contaba con el factor sorpresa, y además yo no sabía dónde conseguir el famoso gas mostaza, así que vertí sobre él y el resto del mobiliario una lata de gasolina y lancé una cerilla. Se hizo la luz.

sábado, 27 de agosto de 2011

Fumar mata

Y alguien abrió el cajón de las obviedades. Meditamos el hecho de haber tirado mucho y muy bueno en el fondo de una pitillera, pero la verdad es que las conclusiones olían a humo. Olían fatal. Más obviedades.

En otro tiempo, dijeron, los monos probaban primero lo que fumamos. Eso ahora amplifica los costes hasta un techo intolerable y se ha convertido en pasado, en pieza de museo. En fin, dijo Charlie, tengo un cáncer de garganta al que hay que hablarle de usted; mirad, sé de lo que hablo.

Como él ya era cadáver, fumaba. A veces pasaba alguna calada como un Cristo entre parientes. Este es mi cuerpo, esta es mi sangre, este es mi tejido infectado, etcétera. El pitillo, sin más, era el Judas.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Buenos modales

Cuando cayó el tenedor, todos los clientes del restaurante hicieron silencio. Luego, como en cámara lenta, se estrelló un vaso y le siguió el golpe sordo de un cuerpo sin vida. Cuchillo en mano, justo estaba introduciéndose un trozo de carne en el fondo de la garganta cuando su amigo lo saludó con una fuerte palmada en la espalda.

miércoles, 17 de agosto de 2011

Pienso, luego no existo

-¿Aceptas a José como tu legítimo esposo?
Las palabras del sacerdote retumbaron en todos los rincones de la iglesia, pero aún más dentro de la cabeza de Laura. Como si cada repetición del eco le trajera una pregunta diferente: Dónde estarías en este momento si hubieras aceptado aquella propuesta de trabajo en París. Qué sería de tu vida si no hubieras abandonado las clases de zapateo americano. Dónde vivirías si te hubieras ido con tu amiga a recorrer el mundo con apenas una mochila. Cuál habría sido tu destino si no hubieras aceptado aquella invitación que te hiciera José. Entonces se sintió como una cucaracha eligiendo un único camino entre los inmundos caños del sumidero.
-No soy una cucaracha- fue su respuesta, pero en la iglesia nadie entendió nada.

domingo, 14 de agosto de 2011

Ángulos rectos contra curvas

Los dos señores con bombín, Mr. Montag y Mr. Allman, pasaban una acalorada tarde de agosto en una acalorada y reñida discusión que tenía en vilo y al pie de la exasperación a todo el café.

Mr. Montag, hombre de moral intachable y de rectitud envidiada en cada rincón del país, defendía estos valores a ultranza y hablaba de las bondades y maravillas del ángulo perfecto, del símbolo y del hecho. Algo que Mr. Allman no podía asumir, de ninguna forma. Mr. Allman era un amante casi literal de la curva, a la que llamaba madre de todos los cambios y motor del dinamismo. Mr. Montag de estas cosas prefería no saber casi nada. Es más, le alteraban mucho, siendo un hombre tan dogmático, tan convencido de sus argumentos, tan propio.

La discusión ascendía gradualmente hasta amenazar con echar abajo todas las líneas maestras del café, pero nadie quería irse y perderse la batalla entre dos académicos de altura y decanato.

Mr. Montag, muy irritado, arrancó una línea recta del borde de su libro (un Ulises de dentro de treinta años, perfectamente conservado) e intentó clavarla en un hombro de Mr. Allman, que reaccionó, como buen arquero británico, utilizando la curva de la mesita como improvisada cuerda para contraatacar lanzando un vaso. Mr. Montag saltó de su asiento hacia una de las esquinas del café; el vaso se rompió contra la pared, y él sacó un ángulo recto que arrojó contra el interlocutor como un boomerang. Fue Mr. Allman quien tuvo que tirarse al suelo entonces, a su edad, y buscó a tientas las líneas de las redondeadas puntas de los zapatos de un cliente asustado. Las usó como distracción arrojadiza, porque lo que él quería en realidad era la circunferencia perfecta de una mesa, que al tirar encima de Mr. Montag obligó al adversario a caminar en círculos como un bucle.

Había ganador. Mr. Allman, entre carcajadas, fue a salir del café como el triunfante y justo vencedor, pero tropezó con la sutil línea recta que se trazaba en el hueco de la puerta y se dio de boca contra el suelo.

miércoles, 10 de agosto de 2011

La fórmula del descenso

La noche raja de manera espectacular un día plagado de sombras en este París afónico. Se pueden escuchar a las cucarachas arrastrar sus negros caparazones por las aceras mojadas que subyacen bajo las toneladas de hierro pudelado de la torre Eiffel. Su pelo rubio oscila al viento a doscientos setenta y seis metros de altura, en el último nivel visitable de la mastodóntica torre. Las heridas que abre la felonía no son fáciles de suturar, pero conoce una fórmula que nunca falla, como esa de que dos más dos, casi siempre, son cuatro. Los campos Elíseos cada vez se ven más cerca, cuando el revuelo del cabello lo permite con sus antagónicas y onduladas interferencias sobre los azulados irises, claro. Los metálicos metros transcurren a toda velocidad mientras el traidor, ajeno a la locura, besa los labios de una desconocida. Y es el terrible impacto el resultado de esa fórmula que nunca falla en la que ella pensaba y en la que, afortunadamente, ya no piensa.

domingo, 7 de agosto de 2011

La discusión

Cierto día, la página 234 del Ulises de Joyce le dijo a la que le seguía que desapareciera, que era insignificante, que no aportaba ningún concepto interesante a la novela. La página 235 no se hizo esperar y le respondió con mucho vigor: “Vete tú, si algo no te gusta”. Entre críticas y defensas, se armó una discusión tan grande que en poco tiempo se había extendido por todo el libro; no había página que no expresara en voz alta su descontento o que no reclamara su lugar de privilegio en la trama. No habían pasado más de cinco minutos de gresca cuando un hombre de uniforme gris se acercó a la estantería, tomó el libro con determinación y lo hojeó con rudeza, poniendo fin a la controversia. En esa biblioteca había reglas muy estrictas en cuanto al silencio.

martes, 2 de agosto de 2011

Conchita

La situación es dramática. Quiero decir, Conchita me apunta con una navaja.
Está armada por partida doble, porque además está histérica.
“CON-CHI-TA”, le digo, pero responde a mi llamada con la masacre de las cortinas. De repente la ONU se vuelve más inútil que nunca ante esta matanza indiscriminada. Me siento impotente mientras la tela chilla por su vida antes de salir por la ventana, y ninguna coalición de encajes quiere venir a su rescate. La política internacional de la industria textil, tan necesaria en otras ocasiones, es ahora poca cosa ante la punzante situación actual y me planteo que, mejor, vengan a mi rescate los sanitarios. Parece que tendré que apañarme con mi autotutela. La situación es dramática: Conchita se orina encima y el resultado es puramente corrosivo. Huelo a miedo, con este calor creo que a algo más, y creo que es hora de correr. Huelo a nervios y a adolescencia añorada. Conchita, con el poder que da un borde cortante, vuelve a la juventud histérica que la alumbró y parece que tiene ganas de quedarse aunque nadie la haya invitado.
Se tiene que estar bien en su posición, atizando navajazos al aire.
Porque Conchita tiene una navaja. Y entre la espuma de su boca y los restos de unas cortinas que nunca soportamos, ni propios ni extraños, creo que no me queda nada a lo que agarrarme, como en la letra de una canción pop. Nada a lo que agarrarme.
Nada serio. Quiero decir.
Hay que salir por las ventanas.

sábado, 30 de julio de 2011

ανάγνωση


En un principio coma todo era bastante confuso coma no siempre podían entenderse aquellos trazos sin dificultad punto y coma pero que un día coma como por arte de magia coma todo cambió punto seguido la lectura se había vuelto más simple coma más fácil coma y los lectores dejaron de confundirse tanto punto y aparte hasta las cosas más simples parecen nacidas de pequeños milagros dos puntos la puntuación había llegado al mundo punto final

miércoles, 27 de julio de 2011

Citas furtivas

Ni una ni dos. Tres, tres veces en un solo día. Tres citas furtivas, nada menos. Peor que en un documental de depredadores, ahí estaba ella, en su propia jungla. Sus manos pegajosas denunciaban al amante. Una, otra y otra vez, se había entregado ávida aunque afligida -cual monja en un cine XXX- al momento de placer. Sentada en las escaleras sucias, vigilaba las sombras, que de vez en cuando le guiñaban un ojo, o miles de ellos, cómplices.

“No diremos nada si tú no mencionas lo del niño que nos acabamos de comer”.

Aquellos eran siempre encuentros rápidos, de esos en los que apenas podía recomponerse el semblante o la ropa, algo que sin una tropa antidisturbios repartiendo palos era difícil de justificar. Sabía que una mancha en la camisa podría denunciarla, por eso siempre llevaba en la cartera unos pañuelos humedecidos o un frasco de colonia con aroma de bebé. Ay, bebés. En realidad la mera idea de olerlos lo hacía todo más difícil. Tendría que cambiar de fragancia, pero, por lo pronto, ése era el perfume que la sacaba del éxtasis y la arrojaba al piso, cargada de culpas y de algún anhelo suelto pegado al tacón. Sentía rabia de sí misma porque quería escapar de aquello, tomar el control de la situación, sin embargo el cuerpo le negaba ese derecho exigiendo papeleo y escudándose en una burocracia hormonal verdaderamente atroz e infernal. Se hundía cada vez más, con roedores y todo huyendo de ella en desbandada, en aquel océano de protección oficial. Los labios húmedos, la respiración entrecortada, la imagen de sus dientes clavándose en él evocaban historias recientes de canibalismo y romance, todo muy neo-pop, muy adolescente, muy tierno. Contrólate -se decía-, porque los que podrían hacerlo se han puesto en huelga y no veo al Ejército cerca; al final van a terminar descubriéndote, en cualquier momento va a llegar alguien, tal vez los niños, tu marido, tu otro marido, tus otros niños, la televisión privada buscando sangre. Pero no, sentía un deseo incontrolable de entrega y ya nada podía detenerlo. Sentada todavía en los escalones, suspiró resignada y se rindió a un cuarto encuentro. Banderita blanca y cuadro para la posteridad en algún museo: la rendición ante los dulces momentos de la vida. Se ató el cabello, se arremangó, musitó un conjuro chamánico aprendido en la clase de aerobic y finalmente sacó otra tableta de chocolate de la bolsa. La última de ese día, se juró, mientras pensaba ya en anuncios de empresas suizas, con ancianos incitando a aparearse con el cacao. La saliva se le volvía fugitiva de la boca.

sábado, 23 de julio de 2011

Monstruos

Al señor Larson no le gustan los gatos. Dice de ellos que son monstruos de cuatro patas dispuestos a sacarte los ojos cuando menos te lo esperas y que además son foco de infecciones. La señora Williams, sin embargo, los adora; bisbisea mientras barre el patio para atraerlos y de vez en cuando les deja en una esquina algo de comida. Los felinos se lo agradecen frotando sus enjutos cuerpos contra sus varicosas piernas mientras maúllan.

Larson, cuando los ve desde su ventana del cuarto piso merodeando por el patio, vacía un cazo de agua fría sobre los felinos, que bufan mientras escapan a la carrera de ese hombre tan antipático. Williams mira hacia arriba y le increpa para que no vuelva a hacerlo, “¿acaso le molestan?”, y él se mete de nuevo en su casa mientras gruñe.

Es tanto el odio que siente por los felinos que un día comienza a tirar bolitas de pollo envenenado desde su ventana. La señora Williams ha recogido a más de un pobre animal moribundo o muerto del todo, por desgracia lo de las siete vidas es falso.

Ya no quedan gatos.

Amparadas por la oscuridad y con alevosía, son ahora las ratas las que campan a su antojo por las esquinas. Esta noche el señor Larson ha tenido una desagradable visión cuando estaba sentado delante del televisor. Una rata tan grande como un gato ha atravesado el pasillo en dirección a la cocina. Odia las ratas. Son monstruos de cuatro patas, dice.

miércoles, 20 de julio de 2011

Redundancia

En ocasiones se repiten los insólitos fotogramas de mis recuerdos, creando un bucle de imposible resolución que sólo con el agotamiento y la migraña acaba disolviéndose como un Alka-Seltzer en un vaso de agua.

Nunca he vuelto a verla, pero recuerdo, con mayor asiduidad de la que deseo, ese último encuentro con el que ahora mi cabeza trata de atormentarme. Sin suerte, por cierto.

Odio el calor. Y ese maldito día de agosto del año más insignificante que albergo en la memoria, no era caluroso sino infernal. Quizá fuera ese el motivo que me llevó a descolgar el teléfono. Con inusitada violencia le espeté que necesitaba verla de forma inmediata en mi apartamento. Lucía accedió sin poner objeciones, tal vez pensando en una reconciliación, pues ella siempre ha sido dada al enamoramiento mental. Para algunas personas, las separaciones siempre son asuntos deliberadamente complicados y muchas veces uno desea escarbar en tierra ya batida para tratar de encontrar el olor de su propia micción.

Lo había calculado todo con vehemencia. Desde la plastificación del maletero del coche, hasta la compactación de la basura por parte de un funcionario que por dinero no preguntaba más de la cuenta. Pero todos mis cálculos se esfumaron en el mismo instante en que cruzó el quicio de roble de la puerta acorazada, y entonces me di cuenta de la redundancia que supondría matar a una mujer que ya estaba muerta para mí. Lucía me miró con obscenidad y sentí que deseaba que rompiéramos los años de silencio sobre el desgastado colchón de mi habitación.

En algún respiro, dejaba caer mi brazo, palpando con éxtasis el barnizado mango del martillo que yacía bajo la cama, pero ella volvía a manejarme a su antojo haciéndome olvidar de nuevo mi propósito. La idea entraba y salía de mi mente como un clavo ardiendo. La redundancia concurría nuevamente, con martillazos o sin ellos.

lunes, 18 de julio de 2011

Desinfectando almas

El fuego lo arrasa todo.

Immin, que no sabe mucho de ninguna cosa, observa desde su posición vertical un cielo salpicado de incontables nubes, aunque hoy, por desgracia, no amenazan con tormenta. La temperatura a esta hora de la mañana es demasiado alta para la época del año, pero es agradable sentir calor cuando otros están helados. Las voces que le rodean son amortiguadas por el grave crepitar de las primeras ramas. A pesar de la situación, no puede evitar sonreír al ver como las asquerosas viejas se cubren con sus mantones de luto mientras castañetean sus dientes, o lo que queda de ellos, con gélida violencia.

Expiar los pecados a más de cuatrocientos grados es lo que hace ahora mientras se le deshace la sonrisa ante la atenta mirada de un ingente grupo de malditos pirómanos. Ellos sí, y no él, le verán la cara al diablo.

viernes, 15 de julio de 2011

Nudo

Me he suicidado siete veces. La última, hace dos días, o dentro de tres. Ya casi no estoy seguro.
La primera vez pensé que efectivamente lo había soñado, pero a la larga comprendí que siempre ocurre lo mismo: cuando termino la faena, cuando los ojos van a cerrarse y me noto más cansado, despierto otra vez, antes de que haya pasado nada, en otro lugar. Sobre mi cama junto a mi mujer, en el coche, en la oficina escuchando a alguien gritarme. Soy la misma persona sin cortes en los brazos, sin sogas al cuello, sin pastillas en el aparato digestivo, sin el sabor a moneda en el paladar. Vuelvo a tomar aire y mis pulmones se abrasan como si funcionaran por primera vez. Volver a nacer con cuarenta años y una molesta sensación de frustración y fracaso.

Cuando intento hablar con alguien de esto, cuando quiero confesarme como suicida interminable, las palabras justas, o más bien las necesarias, no salen de mi garganta, que se cierra como si la estrujaran con un puño de acero, y todo lo que se oye de mí es un pequeño nudo, un quejido lastimero de lo más profundo del pecho. Entonces me preguntan si me encuentro mal, y si estoy enfermo, porque da la impresión de que quiero vomitar.

A veces me cruzo con alguien por la calle que me coge de la mano, de un brazo o de un hombro, y me mira, como suplicante y realmente desesperado, sin decirme nada. Solo brota de él un quejido lastimero.

martes, 12 de julio de 2011

Claroscuro en re bemol

Un sonido rítmico como de gotas metálicas llega a mis oídos sin ningún tipo de obstáculo. La luz de la mañana invade el cuarto y me abre los párpados contra mi voluntad. Dos voces se escabullen por entre las pausas de las gotas y, de a poco, van construyendo una realidad propia. Entonces se vuelven palabras que se encadenan en ese idioma que la gente llama materno. Aguzo el oído y escucho “muy grave”, pero una punzada en la rodilla me desconcentra. Cuando intento llevar las manos hacia allí, noto que tengo los brazos enyesados y que no alcanzo a rascarme. Miró alrededor y descubro la obviedad: estoy en un cuarto de hospital. El único sonido que se percibe es ese pitido que se hace más y más nítido, como si escoltase la llegada de los recuerdos. No consigo recordar qué sucedió. No lo recuerdo y ruego para que no aparezca alguien que me haga recordar. Un fuerte dolor en el pie izquierdo me traiciona y hace que varias imágenes se derrumben sobre mi cabeza y me lleven a la horrible escena en la que dos bomberos amputan mis piernas para librarme de los hierros retorcidos del tren. No. Debo levantarme y abrir la ventana y respirar aire fresco y detener ese pitido ahora llano que parece el veredicto de un juez, pero me quedo inmóvil por trece segundos -exactos- evaluando lo que debo hacer. Por fin, decido que lo mejor es quedarme en la cama, cerrar los ojos y suplicar que el verdadero despertar no tarde en llegar.

viernes, 8 de julio de 2011

Tres de un par perfecto

Esta vez somos los tres los que ideamos una historia diferente bajo un mismo título.
Por cierto, ¡bienvenidos!



Hasta que pasaron muchos años y crecimos no supe que los que disfrutamos de las películas de superhéroes como chiquillos fuimos tres y no dos; que los que robábamos pornografía en el kiosko de la esquina para verla después a escondidas fuimos tres, y no dos; que fuimos tres los que nos liamos a tortas con los del otro barrio, aunque todo el mundo supiera que los que necesitamos puntos de sutura fuimos dos. Pensaba que acabamos juntos nuestro primer videojuego, como dúo, pero en realidad fuimos un trío de mañosos con ojeras y dolor en los dedos. Y éramos tres para ir a ver los partidos, aunque solo nos cobraran a dos.
Hasta mucho después solo fuimos dos los que perseguimos a la misma chica, aunque luego supe que había un tercer pretendiente, como supe que hubo un tercer implicado en mis primeros coqueteos con el tabaco, el alcohol y alguna droga más. Nunca sabré si este tercero disfrutaba tanto como nosotros dos de esas largas tardes de heavy metal, primero, y alternativo, después, en mi habitación. Era un convidado silencioso.
No supe, hasta que como hombre le vi tomar aquellas pastillas, que los dos amigos inseparables habían sido algo más, que esa pareja perfecta e indisoluble, ese canto infantil y adolescente a la camaradería, lo habían formado tres, y no dos.

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Desde muy cerca, los dos, mi padre y yo, acompañábamos el ataúd. Con gran dificultad lo cargaban unos campesinos de la hacienda, unos miserables a los que mi abuelo había explotado durante toda su vida. Otro centenar de infelices seguía el cortejo fúnebre desde las casuchas, escondidos sus ojos detrás de las cortinas, temerosos de que mi abuelo rompiera la tapa del féretro y volviese a martirizarlos como lo había hecho por años.
Al volver a la hacienda, mi padre se sentó un largo rato en el sillón de mi abuelo, hasta que, enfurecido, dio un golpe sobre el escritorio y pareció aceptar el Hado perverso que siempre flotó en ese cuarto. Entonces fue él quien pasó a hostilizar a los campesinos, y ellos obedecieron, como de costumbre.
Hoy mi padre está siendo sepultado y los miserables esperan que el tercero de la dinastía tome la actitud habitual, pero yo ya tengo una lata de combustible a mano, con ella voy a encender mi propio Destino y a apagar el de ellos.
El fuego borrará mi culpa y el agua lavará nuestras manos.

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Es curioso el ruido que hace el silencio a las tres de la mañana.

Cansado de esnifar la contaminada rutina de la ciudad y su maldito y continuo ajetreo, busqué una salida; la encontré en este paraje aislado del mundo. Desde entonces, me despierto cada día en mitad de la noche sobresaltado por el aparentemente imperceptible grito del silencio. El mío, sin embargo, no es mudo, así que lo ahogo contra la almohada para no delatarme ante la que yace, desde hace días, sobre el enrojecido colchón.

Aún pienso qué fue lo que me llevó a cortar su cuerpo en dos partes, aunque tal vez sea ese morbo que siempre me han producido los tríos.